Este primer cuarto del siglo XXI se ha caracterizado por priorizar la imagen sobre la palabra. En un mundo donde las series, películas, emojis y pictogramas dominan, nos enfrentamos a una crisis que va más allá de la comunicación: una pérdida gradual de nuestra capacidad de abstracción.
Cada vez es más común que los instructivos sean sustituidos por imágenes, que las emociones se transmitan a través de emojis y que las ideas complejas sean reducidas a infografías. Esta preferencia, aparentemente inofensiva, genera un impacto profundo en nuestra manera de comprender el mundo y en cómo procesamos las ideas universales frente a las particulares.
La imagen: lo concreto
Las imágenes ofrecen experiencias particulares. Nos enfrentan a objetos específicos, como el dibujo de una silla, que representa únicamente esa silla. Aunque puedan ser esquemáticas o cargadas de matices, como las obras de Van Gogh, permanecen atadas a lo tangible.
Por el contrario, las palabras, como “silla”, invitan a un ejercicio de abstracción. No describen una silla específica, sino a todas las posibles. Nos obligan a utilizar nuestra imaginación para conceptualizar lo universal.
El lenguaje y la ausencia
Un aspecto crucial de la palabra es su capacidad para referirse a lo ausente. Mientras que la imagen se limita a lo que está presente, la palabra puede hablar de lo que no vemos, de lo que hemos perdido o de lo que nunca existió. Por ejemplo, una pintura puede mostrar una persona envejecida, pero no puede capturar “mi juventud perdida”.
El lenguaje, con su capacidad para abordar lo abstracto, nos conecta con nuestras aspiraciones, carencias y recuerdos. Es un vehículo para explorar el pasado, cuestionar el presente y soñar con futuros posibles.
El costo de privilegiar la imagen
La frase “una imagen vale más que mil palabras” ha sido la bandera de la cultura visual contemporánea. Sin embargo, esta afirmación ignora las limitaciones inherentes de la imagen frente al lenguaje. Al privilegiar lo visual, nos arriesgamos a sacrificar nuestra capacidad de abstracción, nuestra conexión con lo ausente y, en última instancia, nuestra humanidad.
Es necesario repensar el lugar que damos a las palabras en nuestras vidas. Si bien las imágenes tienen un valor indudable, no pueden reemplazar la profundidad, la complejidad y el poder evocador del lenguaje. ¿Qué costo estamos dispuestos a pagar por vivir en un mundo donde lo visual eclipsa las palabras?