Hace dos años y medio, escribí un artículo titulado El futuro es mañana, con la esperanza de que la inteligencia artificial (IA) pudiera ser una herramienta complementaria en la medicina, mejorando el diagnóstico y tratamiento de enfermedades. Sin embargo, hoy, con la rápida evolución de la IA, mi optimismo ha sido reemplazado por preocupación. La velocidad con la que la tecnología está avanzando nos está dejando atrás, y el futuro parece haberse adelantado a nosotros.
La IA ya está impulsando cambios significativos en la biomedicina, mejorando los diagnósticos y el seguimiento de tratamientos. Pero, a pesar de sus avances, existe un temor creciente: si seguimos abordando estas innovaciones desde una perspectiva tradicional, podemos ver cómo el sistema sanitario, tal y como lo conocemos, se derrumba. La IA no solo mejorará nuestras capacidades, sino que superará nuestra habilidad para prevenir, diagnosticar y tratar enfermedades.
Ahora es crucial preguntarnos si seremos capaces de regular adecuadamente esta tecnología. Necesitamos mecanismos que nos permitan identificar errores, corregirlos y evitar usos indeseados. La ciencia ha logrado grandes avances gracias a la autocorrección, pero ¿quién validará los resultados generados por la IA? Si no entendemos cómo funciona la IA, ¿seremos capaces de juzgar sus conclusiones?
La forma en que organizaremos la medicina y cómo formaremos a los nuevos profesionales de la salud son cuestiones urgentes. El sistema educativo debe adaptarse a este cambio radical, formando profesionales que puedan trabajar junto a la IA como agentes de salud que orienten a los pacientes a tomar decisiones informadas.
Nos enfrentamos a una incertidumbre tan grande que no podemos quedarnos esperando. El futuro no llegará, ya está aquí. La pregunta ahora es: ¿estamos listos para enfrentarlo?